jueves, 17 de marzo de 2016

Inclítas razas ubérrimas (XIII y FIN)


Capítulo XII: aquí
Capitulo XI: aquí
Capitulo X: aquí
Capítulo IX: aquí
Capítulo VIII: aquí
Capítulo VII: aquí
Capítulo VI: aquí 
Capitulo V: aquí 
Capítulo IV: aquí 
Capítulo III: aquí 

Capítulo II: aquí.
Capítulo I: aquí


Llovía sobre las altas rocas de Despeñaperros y sus lentos rebaños de encinas encrespadas. Camino de Madrid, con la sien apoyada en la ventana de un vagón de tercera, y tras dos noches de vigilia alucinada, ahora entraba y salía de la bruma del sueño como un buzo. Divisaba entre luces desplegarse el paisaje lo mismo que bajo la niebla humosa de los cinematógrafos. La  imponente realidad de aquellos hondos abismos, lejos de abrumarme, consolaba mi espíritu. Apenas recordaba nada después de mi desfallecimiento, pero he de suponer que la misma cuadrilla que se había hecho cargo de mis transportes perdularios por la ciudad nocturna se había tomado la molestia de devolverme a casa a las primeras del alba.
No he vuelto a poner un pie en Sevilla, pero aún guardo mi última visión de la ciudad: bajo la luz encarnada de la Estación de Córdoba -aquel palacio moro hecho de hierro colado y de ladrillo rojo-, justo antes de desplomarme en la banqueta de madera de mi vagón, la vi pasar de nuevo, estoy seguro, como una aparición su estela verde, la ancha pamela tocada de plumas tropicales ocultando aquel rostro de diosa que había podido contemplar tan de cerca, junto a los grandes ventanales del Hotel Alfonso XIII. Tras ella desfilaba un séquito  de hombres y mujeres de inquietantes semblantes y aspecto conocido. La sombra militar de Millán Astray, fácilmente distinguible entre la turbamulta de curiosos y pasajeros, certificaba mis presagios. Quien quiera que fuera aquella extraña princesa a la que ahora el general despedía al pie del andén, viajaba a Madrid en el mismo tren que yo, junto a una guardia pretoriana de indios enigmáticos y torvos saltimbanquis.
Mis nervios estaban rotos, lo mismo que  mi memoria, así que renuncié a hacerme más preguntas y me arrojé tan pronto como pude otra vez en los brazos de Morfeo. Como en un carrusel regresaron en sueños las imágenes inciertas de aquellas dos jornadas. En algún momento sentí o creí sentir una mano suave en mi hombro y una voz que venía de un lugar muy lejano, más allá del amor, más allá del deseo, más allá de la laguna de Guatavita y que dulcemente me decía al oído: “Balboa…”
Me desperté sobresaltado, ante a mí, el revisor cuyo rostro me resultaba vagamente familiar, me devolvía mi billete troquelado al tiempo que me tendía un sobre:
-Tome. Me lo ha dado ella para usted.
Pero yo ya no tuve fuerzas para abrirlo.
Llegamos de noche a la Estación del Mediodía, a lo lejos, en los primeros vagones se había desatado un pequeño tumulto y parecían relampaguear lámparas de magnesio. Un mozo de cuerda me informó de que varios reporteros de distintos medios internacionales, esperaban a la bellísima actriz colombiana Margarita Salvados, embajadora de su patria en la Exposición de Sevilla, adonde se había desplazado con toda su compañía teatral y que en seguida regresaría a América para protagonizar una película en los Estados Unidos y contraer matrimonio con el célebre torero mejicano Mario Balboa, el Conquistador.
Al día siguiente, como todos los lunes por la tarde, me presenté en la tertulia, sobre el blanco velador de mármol mis colegas habían dispuesto un retrato solemne de Rubén Darío, con todos los entorchados de su rango diplomático, junto a un jarrón de flores. Con todo, lo que más llamaba la atención era el enorme cartel que colgaba entre las dos columnas de pórfido rojo del café que repetían nuevamente los versos de la “Salutación del optimista”: ínclitas, razas, ubérrimas, pero no había terminado de leerlo cuando, en medio de sonoras carcajadas, alguien tiró de un cordel y en letras floridas y tropicales pude leer sobre una sábana: “Viva Hamlet, príncipe de Cundinamarca”.
No esperaba menos, aquellos eran tiempos heroicos, y hasta los tristes y famélicos poetas sabían en qué fiestas merecía la pena gastarse los dineros. Sonreí, bajo mi chaleco, aún con restos de perfume y de carmín, llevaba el retrato de Aquiminza.

Aquiminza, la princesa muisca a la que hice mía en un crepuscular hotel de la Gran Vía dos semanas antes del crac del 29.

-FIN-

El cartel de la exposición sobre la Expo del 29 (Fuente: ABC)

Monumento a Rubén Darío en el Parque de María Luisa (fuente http://www.unaventanadesdemadrid.com/)


Salvador Bacarisse - Romanza del concertino para guitarra y orquesta.

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