lunes, 25 de enero de 2016

Ínclitas razas ubérrimas X

En capítulos anteriores:
Plaza de España
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La prudencia  aconsejaba descansar en prevención de las emociones que aquellas citas nocturnas hubieran de depararme, pero la juventud es intrépida y una vez liberado por mi afortunada incompetencia de los programas oficiales no pude renunciar a pasar toda la tarde entre los pabellones de la exposición, dejando nuevamente para mejor hora la cuestión de mi alojamiento. Si había sobrevivido a un parapsicólogo, a una princesa Muisca y a una conspiración internacional no era cosa ahora de perder el tiempo en menudencias. Que los dioses de las junglas me amparasen.
Antes de aventurarme por aquel muestrario exuberante de edificios, apenas vislumbrados en mi raudal carrera hacia el vacío, sentía no obstante la necesidad casi fisiológica, de volver a poner un pie en tierra conocida.
La plaza de España, bajo el sol impetuoso de aquel día, abría sus brazos como una columnata ibera de Bernini que pretendiera abarcar a toda América, pero dados mis recién adquiridos conocimientos geopolíticos aquellas masas brillantes de ladrillo y cerámica se me antojaban dos inmensas pinzas de cangrejo rojo, inquietantemente imperiales. Frente al romántico parque de María Luisa, de altas copas y parterres secretos, la inmensidad de aquel espacio, solo interrumpido por una fuente triunfante, era inaudita y uno se sentía transportado a un palacio de otro mundo, lejano y misterioso, como los escenarios que aparecían en las novelas de Julio Verne[1]. Asustado o decepcionado por el pujante vigor de la patria me marché pronto de allí y deambulé de uno a otro pabellón, esparcidos sin un criterio claro a lo largo y a lo ancho de los terrenos más cercanos al río, lo que obligaba a acometer una larguísima caminata cada vez que se cambiaba de frontera.
No me atreví a acercarme siquiera al de Colombia, un terror sagrado me frenaba, yo era plenamente consciente de mis limitaciones y aunque no puedo negar que me atraía la libidinosa expectativa de cumplir con la misión encomendada por la raza como orgulloso descendiente de Balboa, solo la noche y sus embelecos, profusamente acompañados de licores, podría infundirme el ánimo preciso para continuar esta empresa misteriosa. Disculpará acaso mi lector por esta causa que apenas guarde recuerdo de lo visto en la exposición, las impresiones tan fuertes que luego me abordaron, sumadas a las que ya son conocidas, borraron para siempre memoria de esa mañana.  Apurando la niebla de las evocaciones sé que estuve frente a la gran fragata Sarmiento de Argentina, espiando de lejos los corrillos militares cuyos ojos sentía clavados en mi alma. Muy parecido a un velero, e igual en blancura y ligereza, era el alcázar que habían levantado los poderosos hermanos de la Pampa, si bien vacío por dentro como casi todos los edificios, en los que lo más interesante siempre parecía suceder fuera. No faltaba un tipo singular o extraño, cuando no toda una tribu -en el sentido exacto de la palabra- alrededor de las construcciones, algunos ejecutando danzas selváticas, otros ofreciendo por un precio inmoderado, chocolates y brebajes capaces de romper cualquier estómago. Cerca del pabellón de Chile, una mole rocosa y rosácea, como un Aconcagua en miniatura, crucé algunas palabras con un guardia de la facción andina, cuyo rostro me resultaba extrañamente conocido, pero que pese a mi insistencia negaba haberme visto antes:
-Lo siento amigo, yo soy un cóndor de paso, nací en Valparaíso y espero volverme a mi tierra cuanto antes, no hay quien se entienda con estos sevillanos, que apenas nos visitan. Yo creo que por eso los países se han ido llevando las colecciones de arte y los objetos preciosos. Para que no los vea nadie, mejor que se vuelvan a casa. ¿No le parece? Ahora, no se puede imaginar –añadió confirmando mis sospechas- cómo eran estos palacios hace apenas cinco meses, cuando las inauguraciones: en todos los pabellones rebosaban el oro y la plata precolombinos, como si no hubiera más cosas preciosas que exhibir y todos nos hubiéramos puesto de acuerdo en traer nuestro oro a la Torre del Ídem. Pero en nuestras salas, usted ya lo habrá visto, no queda ni el cobre.
En mitad de nuestra conversación se escuchó un fuerte silbido y hubimos de apartarnos precipitadamente, una pequeña y trepidante máquina de tren, a la que había engarzados varios vagones en miniatura de perfecta ejecución con seis o siete personas apretadas en cada uno, pasó junto a nosotros  arrojando octavillas al suelo. En los pasquines figuraban horarios y paisajes, como en un pequeño Baedeker.
Ustedes comprenderán que esbozara una sonrisa, mezcla de miedo y beatitud, cuando comprobé la hora del último convoy, con parada a las 23:30 en el Monte Gurugú.





[1] Cfr. Star Wars

Plaza de España de Star Wars

Ravel, La alborada del gracioso. Dir. Barenboim, Orquesta West–Eastern Divan 

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