miércoles, 9 de diciembre de 2015

Ínclitas razas ubérrimas (IX)

Capítulo VIII: aquí
Capítulo VII: aquí
Capítulo VI: aquí 
Capitulo V: aquí 
Capítulo IV: aquí 
Capítulo III: aquí 
Capítulo II: aquí.

Capítulo I: aquí


Un ruido atronador, como el derrumbe de un edificio, me atravesaba el cráneo a intervalos regulares mientras mi conciencia pugnaba en vano  por evadirse del sueño profundo en que lo habían sumido los mágicos vapores de la noche anterior.  Cuando al fin pude desasirme de aquella pesadilla cíclica me resultó imposible identificar el lugar donde me hallaba. Un catre de hierro riguroso, como de convento u hospital, y un suelo ajedrezado, de baldosas toscas y pequeñas, sobre el que una luz muy blanca, pero ya alta, daba saltos de caballo tras unos visillos breves, no invocaban, precisamente, la aparatosa puesta en escena de los aposentos del Alfonso XIII. Aturdido por la resaca me asomé a la ventana a tomar aire justo en el instante en que, accionado por un ignoto resorte, se volvía a repetir el estrépito que me había despertado. Un carrusel enorme pasaba a la altura de mi habitación, de alguna forma el “cuerpo consular” colombiano se las había arreglado para instalarme en  uno de los austeros hoteles de servicio para los trabajadores de la Exposición y yo debía de estar ahora en el recinto del parque de atracciones, frente a la célebre montaña rusa donde hasta la Reina Victoria Eugenia había disfrutado de un augusto pase.[1]
Miré el reloj y nuevamente el mundo se desmoronó al compás de los carritos alpinos: según el programa oficial de actos el homenaje a Rubén Darío, única razón contrastada de mi viaje, había empezado hacía media hora.  A la vista de la distancia entre el lugar del evento y el hotel, conforme al plano de la guía oficial, que alguien había tenido la bondad de dejar abierto junto a mi cama con cuatro puntos marcados en rojo, yo debía abandonar cualquier esperanza de llegar a tiempo. A pesar de todo, y para intentar salvar el honor de nuestra congregación literaria, me eché un vaso de agua en la cara, me atusé el pelo y mitigué como pude las maltrechas arrugas de mi traje, castigado por la noche de pendencias y destemplanzas. Salí corriendo a la calle. Frente a un sol prodigioso me perdí a toda velocidad en un laberinto de pagodas chinas, de toboganes de agua, de fantásticos tiovivos y galerías de espejos y palacios tropicales que celebraban al unísono, de manera jubilosa y palpitante, el día de la Raza. Finalmente, y tras recorrer no menos de la mitad de la kilométrica avenida principal de la Exposición dejando a uno y otro lado los exóticos pabellones coloniales, alcancé a atisbar a la banda municipal que se alejaba al paso tocando pasodobles y marchas militares.
Luego leí en la prensa que el niño Andresito Hurtado, con "atiplada y bella" dicción, había recitado de memoria la “Salutación del Optimista” arrancando el aplauso unánime de los asistentes y que todos los próceres, locales y panamericanos, con sus bandas cruzadas, sus fajines de raso, sus escarapelas y espadines, sus entorchados, se habían mostrado muy ufanos de la categoría y dignidad del acto que otorgaba a la poesía de Darío el lugar que por “derecho propio” merecía en el glorioso parnaso de la lengua de Cervantes.
Recuerdo que entonces, exhausto por la carrera, frente a aquel monolito de piedra caliza y mármol laureado con guirnaldas de frutos y flores esculpidas, pensé en la gloria literaria: frente a mí, una gitana vieja robaba las flores de las coronas para revenderlas luego, a la noche, a los señoritos que las prenderían en los senos de sus queridas en las tugurios iluminados por lámparas de acetileno[2]. Nos miramos a los ojos. Sin duda ella se reía de mí, de mi facha esmirriada y paliducha, coronada por unas gafas de culo de botella. ¡Otro que escribe versos! – se diría-. A lo lejos se desvanecían los trombones y timbales, luego, fuese y no hubo nada.
Bueno, nada del todo, tampoco,  tenía el plano y cuatro puntos marcados en rojo sobre él: el monumento a Rubén y el hotel de donde había venido corriendo, estos dos sin más indicaciones; luego figuraban el Monte Gurugú en el parque de María Luisa y, por último, el Pabellón de Colombia,  en cada uno de estos aparecían anotadas las siguientes horas, 23:30 y 23:59. En el último, además, estaba tachada la palabra “Colombia” y en su lugar figuraba, en trazo grueso, “Cundinamarca”.





[1] Por razones no bien esclarecidas el descubridor de este manuscrito lo encontró en el arcón de  un piso de estudiantes en la actual calle de Chaves Rey en Sevilla, ubicado casi enfrente del hotel, aún en pie y convertido en bloque de viviendas, donde discurre esta parte de la historia. Al parecer iba dentro de un sobre sin remitente y todavía sin abrir, con sello de Madrid y fecha de entrada en correos de mayo de 1968. No es insensato suponer que un cambio de numeración diera lugar a la confusión en la entrega, pero por qué y para qué quiso el autor que la historia retornara a su geografía inicial, carece de explicación o al menos nosotros no se la hemos encontrado (N. del E.)

[2] Cfr: Flores de las tinieblas. Villiers de L'Isle Adam



Montaña rusa y parque de atracciones, Expo 29




NOTA BENE: imagen actual del emplazamiento de la montaña rusa, tomada el 21 de septiembre de 2015 por el descubridor de este manuscrito. Obsérvese la subestación eléctrica y el hotel de trazas regionalistas reconvertido en bloque de viviendas (C/Chaves Rey, esquina Av de San José)


Tema original de "El tercer hombre" por los Indios Tabajaras.



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