miércoles, 16 de diciembre de 2015

Cuentos de Jerusalén (I)

[I]

El viejo Efraín, vecino del barrio bajo de la ciudad y de profesión cestero, se abría paso penosamente por el angosto y escarpado sendero que conducía hasta la Puerta de las Aguas. Una polvareda blancuzca se levantaba del suelo rocoso. La muchedumbre que peregrinaba se confundía con los artesanos y agricultores que subían desde el valle del Cedrón para ofrecer sus mercancías. Las bestias, con las albardas henchidas, avanzaban a duras penas, tropezando a veces. Efraín, que caminaba muy despacio con su carga al hombro de mimbres y juncos recién cortados en la ribera, sintió que alguien lo llamaba por su nombre hasta tres veces, pero no pudo distinguir quién. Arriba a la derecha relucían las torres del templo, doradas y esmaltadas. Reanudó el paso y poco antes de cruzar la muralla divisó entre el gentío a un hombre vestido con una túnica blanca que le hacía señas desde un recodo, se acercó a él pero, justo cuando iba darle alcance, volvió a desaparecer. A su espalda la misma voz dijo:
-Tú hija coronará a un Rey.
Pero detrás de él solo había una mula cargada de cántaros de leche. En aquel tiempo, sin embargo, no era infrecuente que los ángeles hablaran con los hombres y el bueno de Efraín, muerto de miedo, sintió crecer su corazón mientras meditaba sobre el augurio que había anunciado el final de su pobreza. Aceleró el paso hacia su casa por un laberinto de callejuelas estrechas y malolientes que reptaban por los taludes y muros de las fortificaciones de la ciudad. Cuando por fin llegó resolvió quedarse fuera y permanecer sentado en el umbral, orando bajo la higuera. Al cabo de un tiempo en silencio, un objeto extraño llamó su atención, en ese instante su hija abrió la puerta:
-Padre, es usted, pensaba que eran los soldados que volvían a por su encargo. Dicen que pagarán bien y ellos mismos han traído las zarzas.
Algunos afirman que Efraín cayó desplomado en ese mismo instante, otros dicen que aún soportó tres días de temblores y fiebres.
Entre las canastas y las pajareras, apoyada en uno de los mostradores de piedra de su humilde taller, como una serpiente agazapada, latía una corona de espinas.

Doré, el Empíreo, grabado del Paraíso de la Divina Comedia



[NOTA: He titulado esta serie de cuentos cortos a la manera de aquella narración tan exótica de Poe: "Cuento de Jerusalén", con la que comparte escenario y cuyo simbolismo de estirpe vagamente prerrafaelita acaso le haya servido de modelo]

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