martes, 30 de junio de 2015

El terremoto de Lisboa (VII y FIN)

CAP VI
CAP. V
CAP. IV
CAP. III
CAP. II
El viento y la arena golpeaban sus rostros en fuga raudal de cabo a fin. El panorama oscilante de praderas y dunas, de corrales y sotos, de lucios y caños abrasados o henchidos, el eterno mudar de los paisajes del Coto, idéntico siempre en su perpetuo cambio, habíase visto apremiado por el temblor de la tierra y ahora, adonde quiera que miraran, crecía un nuevo mundo que tras el terror inicial parecía más libre. Bramaban los venados. Las bandadas de garzas y flamencos, unidas a la súbita estampida de todo lo creado, cubrían el cielo con sus vuelos erráticos. El camino a la playa, sometido al zarandeo implacable del planeta, a trechos no era más que una raya partida de la que emergía un fango negro y sulfuroso en cuyas arenas movedizas sucumbían los gamos y algún que otro lince por añadidura; a trechos un arenal imposible y montañoso que las mulas sobre las que cabalgaban apenas lograban evadir con más fortuna que instinto.
Árboles partidos, troncos sepultados, escombros de alguna choza y vestigios ya remotos de la antigua llanura aún guiaban su vuelo de enamorados huidizos hacia la seguridad de los mares donde aguardaría la barca roja y verde, la de las letras azules y redondas que dicen el nombre de María Niña.
Exhaustas las monturas alcanzaron por fin a divisar el barranco de arena compacta, salpicada de cardos y matojos, que precedía al océano como la vieja muralla de una Atlántida hundida.
-¿Y la torre? ¿Dónde está la torre?-se decía Rodrigo.
Aquella almenara, atalaya de berberiscos y atunes, que en tiempos no lejanos había conocido junto a ella una almadraba y una factoría de salazones y donde aún se apiñaban los pescadores para pasar las noches de naipe y luna llena, se había volatilizado, quizá como el campanario de la ermita, si acaso no habían errado las mulas la ruta archisabida.
Llegados al farallón de arenisca se dilucidó sin más el misterio, la tierra se había abierto y la torre había basculado. Vuelta al mundo, hundía ahora su cima en la arena profunda y daba al sol sus cimientos anchos y redondos, como la grupa de un caballo. No había rastro de torreros ni pescadores, que habrían huido despavoridos Dios sabe dónde. Mar adentro quizá, pues más allá del horizonte las aguas se habían retirado al infinito y tras una superficie lisa y pulida aparecían ante sus ojos alucinados los fondos marinos sembrados de pecios ancestrales, blancos como huesos, y de bancos de peces que latían aún, haciendo vibrar la limpia plata de sus escamas bajo la luz inocente de la mañana.

Rodrigo y María lograron dar con la barca y aun la empujaron con muchísimo esfuerzo hacia el borde navegable del océano, rumbo a Sanlúcar. Pero ¿cómo llegó la ola? Primero fue un rugido, luego un golpe de viento, un huracán indeciso. Luego ya la montaña blanca de espuma, la alta cordillera desplomada, los ciervos arrastrados. La ola. La ola creciente remontándose más allá de los muros de la arena, anegando la tierra, subiendo por el río, arrastrando pantalanes, quebrando jarcias y cables, haciendo entrechocar los cascos de las naves del Puerto de Sevilla, donde los Duques, que han visto mecerse a la Giralda como un junco y retumbar la catedral como un dragón, asisten ahora bajo el sol al oficio divino del día de Todos los Santos en una plaza que cambiará su nombre por la del Triunfo, mientras yo, desde mi hotel para veraneantes en Matalascañas, perfectamente acodado en la terraza de una quinta planta con una taza de café en la mano, contemplo el mar esta mañana, las densas masas que pugnan, la marejada fugaz aplastadora de sueños que golpea una torre hundida en la arena mientras una barca pintada de rojo y verde, con letras azules y redondas, se aleja hacia el poniente a la deriva.

Torre de la Higuera, Matalascañas

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